Estas pasadas fiestas he leído algo que no consigo quitarme de la cabeza. Resulta que en los carteles que hay en el metro de Londres para anunciar incidencias, un par de anónimos poetas llevan un tiempo escribiendo mensajes optimistas que comparten con quienes transitan los pasillos subterráneos. Algunas de las rimas parecen ser notas de “no suicidio” que persiguen quitar de la cabeza esa opción a quien la esté considerando.
Esto ha sido noticia en Inglaterra, especialmente desde que se ha sabido que los poetas son dos conductores del metro. Uno de ellos dejó de trabajar tras vivir una estremecedora experiencia en la que una mujer saltó a la vía ante el tren que él conducía. En ese preciso instante sus miradas se cruzaron y la suicida le sonrió justo antes de chocar con el tren. El conductor quedó muy impactado y sufrió estrés post traumático.
La descripción de esa fracción de segundo me ha impresionado y me ha ido volviendo a la cabeza durante estos días.
¿Quién era la mujer? ¿Qué le llevó a suicidarse? ¿Por qué sonrió al conductor en ese último momento?
Lo he buscado en otros medios, pero no aparecen más detalles.
Durante muchos años he relacionado el suicido con un comportamiento patológico. Alguien sano no puede querer quitarse la vida. Al fin y al cabo, ésta es lo más importante que tenemos, ¿no? Pues no. Eso ha sido así durante muchos años, cuando el dolor físico y el sufrimiento acompañaban a los seres humanos durante su tránsito por este valle de lágrimas. Cuando la posibilidad de morir de una infección, de hambre o de forma violenta eran algo más que pequeños chances y el dolor físico se consideraba poco menos que inevitable, casi nadie pensaba que hubiese algo más valioso que mantenerse vivo.
En pocas generaciones hemos conseguido que sea más probable morir por algo ocasionado por el exceso de comida que de hambre; podemos suprimir casi todas las formas de dolor físico y, a pesar de la pandemia que vivimos, hemos conseguido domesticar casi todas las enfermedades infecciosas. Hemos conseguido alargar la vida de forma considerable y, comparado con cualquier otro momento de la historia, la posibilidad de que muramos de forma violenta es muchísimo menor, si quitamos una en concreto: el suicidio.
Parece mentira que habiendo conseguido vivir de una forma objetivamente mejor no hayamos alcanzado a erradicar la infelicidad. Lo que sí hemos ido haciendo poco a poco, decenio tras decenio en las sociedades occidentales es ir trasladando la importancia capital del concepto "vida" hacia otro que hace doscientos años nadie hubiese entendido: el de "calidad de vida".
El poder llegar a decidir que la vida ya no vale la pena ser vivida se ha ido moviendo desde el campo del pecado, la desesperación o la enfermedad mental hacia el de la decisión privada.
En un cambio que se ha ido produciendo lentamente hemos pasado de considerar que “la dignidad” supone que la vida humana tiene un valor máximo y que todos los seres humanos deben ser respetados como tales, empezando por su vida; a la situación actual en la que aceptamos que existe una “muerte digna” a la que deben tener derecho a aspirar las personas que viven lo que, en oposición a aquella, sería una “vida indigna”. El árbitro de la situación, quién decide cuándo las circunstancias hacen que una vida humana ya no valga tanto como para ser vivida es la voluntad del individuo manifestada en ese momento o prevista con anterioridad. Sin darnos cuenta hemos ganado el dominio sobre nuestra propia vida, arrancándoselo de las manos de la divinidad y del poder. Y aún así, no creo que nos sintamos en conjunto mucho mejor.
Ahora que se acaba de aprobar, sin mucho debate social, la Ley de Eutanasia vale la pena reflexionar sobre lo que ha sucedido y lo que puede suceder.
Siempre que se respete escrupulosamente la voluntad de la persona manifestada en el momento en que se dan las circunstancias que justifican la eutanasia, el debate se centrará en el conflicto entre la autonomía de la voluntad y el valor de la vida misma.
Me confieso defensor de esa autonomía. No veo problema en que sea cada uno quien elija entre vivir un tiempo más, sufriendo, o un tiempo menos, sin sufrir. Tampoco veo problema en que alguien pueda ayudar a “morir bien” siempre y cuando ese “alguien” pueda también elegir entre hacerlo o no. Creo sinceramente que, una vez se regule y se aplique la eutanasia, no tardará en plantearse, tal como ha sucedido en Holanda, la necesidad de regular el suicidio asistido. O sea, una forma de finalizar la vida propia no basada en el sufrimiento extremo sino en otros motivos más sutiles como el “cansancio vital”.
El problema, allí donde puede pervertirse todo, está en la ausencia de voluntad. O sea, cuando se plantee aplicar la eutanasia o el suicidio asistido a alguien que no puede valorar la situación en ese momento.
Antes, con un poco de mala idea, he argumentado que si admitimos que existe la “muerte digna” estamos reconociendo que hay alguna forma de “vida indigna” a la que se opone. El argumento es perverso debido a que el concepto de “vida indigna de ser vivida” Lebensunwertes Leben fue acuñado en tiempos de la Alemania nazi para justificar que cientos de miles de discapacitados y enfermos mentales fueran asesinados dentro del programa Aktion T4. A ninguno de ellos se les pidió su parecer antes de aplicárseles lo que los propios nazis consideraban eutanasia, aunque más bien era una forma de “cacotanasia”.
Lo que los nazis nos hicieron entender fue que, sin una perspectiva ética, sin un adecuado control y sin valorar la voluntad de las personas hablar de eutanasia puede llevarnos rápidamente a la atrocidad.
Por eso creo que debe abrirse el debate. Ese que no tuvo lugar antes de aprobarse la Ley. Estaría bien que todos tuviésemos algunos conceptos claros sobre el final de la vida. Qué los cuidados paliativos, la eutanasia y el suicidio asistido son cosas diferentes que comportan también actuaciones distintas aunque con un elemento común: la necesaria voluntad de la persona, debería ser algo conocido por todos. Ojalá cada uno intentase formar su opinión haciendo un análisis de sus convencimientos y de lo que considera el interés general. Hablando con gente que piense de forma diferente dispuesto a cambiar si lo que escucha es convincente.
Caminamos hacia una sociedad muy envejecida y diversa en el que el respeto a la voluntad de cada uno al final de la vida será sin duda algo que generará polémica. Hace unos años intenté imaginar un futuro distópico que tiene mucho que ver con esta cuestión en un relato titulado “Yo también, mamá”. Me encantaría que alguien se tomase el ratito que lleva leerlo y me dé su opinión.
Yo, por mi lado, no suelo imaginarme cómo moriré, pero no me parecería terrible ser capaz de tomar la decisión, si llegan las circunstancias, de que así, no quiero vivir más. Poder comunicárselo a mis seres queridos intentando que respeten y entiendan mi decisión, de forma que sea lo menos dolorosa también para ellos; despedirme adecuadamente y poder acabar mi vida de una forma cómoda, apacible y tranquila. Cruzando la mirada en el último momento con quien me esté administrando aquello que acabará con mi existencia con una sonrisa que, en ese caso, sí entenderá.